El faraón y su guerra atómica
Fidel lo decidía todo en Cuba, absolutamente todo. Lo grande y lo pequeño, lo importante y lo banal. El, siempre él. Con su criterio inequívoco sobre cualquier tema. El, el superior en todo.
Pero no solo en Cuba. Fue el ídolo secreto de muchos políticos latinoamericanos. El epicentro del populismo tercermundista. La estrella de la prensa occidental y de la intelectualidad de “avanzada” del planeta.
Pero los “sueños sueños son”. El Tutankamón cubano, hoy en proceso de momificación, camina dificultosamente a su pirámide mortual; construida de discursos intrascendentes, promesas incumplidas, crímenes, traiciones y fracasos.
Su deterioro, como el de su antecesor egipcio, ha sido lento. El de la historia antigua necesitaba un bastón, el de la moderna en privado usa una silla de ruedas y en público dos asistentes para evitar una caída.
Es lo que ha quedado después de una enfermedad que en el dialecto cursi de la corte castrista fue, es y sigue siendo un “secreto de estado”. Recientemente el “semidiós reapareció, plagado de incontrolables mañas físico-motoras y un mensaje apocalíptico: la guerra del fin del mundo.
Su presencia ha sembrado la confusión entre los “cubanólogos”. ¿Manda o no manda? ¿Frena o no frena? Pero ¿cómo explicar su silencio sobre tema nacionales?
Cualquiera que lo conozca sabe que, en su sano juicio, nadie le habría impedido opinar y decidir sobre lo que le diera la gana, ni en público ni en privado. Quizás en algún momento lo convencieron de que en lugar de atender los pequeños problemas de la islita de Cuba el podía encargase de los grandes males del mundo.
Lo aceptó gustoso. Seguramente sintió que había ganado ese derecho después de una vida de esfuerzos “revolucionarios” y logros históricos. Cuba y sus pequeñas e insalvables dificultades no eran suficientes para su talento y responsabilidad.
El le diría al planeta todo lo que tenía que hacer para evitar el desastre. Daría la pauta para resolver el problema energético, evitar el calentamiento global y los derrames de petróleo, en fin, una respuesta para todo.
El Pentágono había encontrado su rival, un verdadero estratega que dictaría cátedra sobre los conflictos de la humanidad, los pasados, los presentes y los del porvenir.
Por eso no es de extrañar que hace unas semanas anunciara con absoluta certeza el inicio de una guerra atómica. Razón por la cual, según él, los cuartos de final del campeonato mundial de fútbol no se celebrarían. Hasta fijó una fecha casi exacta del inicio del conflicto.
Debido a la certeza de su pronóstico, se burló públicamente del presidente Obama porque el estadounidense anunció que si el equipo de USA clasificaba, él iría a Suráfrica. Según Tutankamón, Obama sabía perfectamente que no podría ir porque la guerra atómica lo impediría.
El ridículo fue colosal, como corresponde a todo lo que él diga, haga o pronostique. Colosales mentiras, vaticinios y pretensiones. La chifladura se podía atenuar con unas visitas debidamente controladas y con apariciones en televisión, pregrabadas y editadas.
Hasta la familia del faraón estaba contenta. Creyeron que volverían a ser importantes y que en el feudo con la familia de Raúl esto equivalía a ganar terreno.
¿Y por qué no enseñarlo? Podía ser útil en los momentos en que la credibilidad del sucesor y su gobierno de octogenarios está por el suelo. El pueblo y la oposición podría asustarse ante la aparición del coco mete miedos. Los viejos, defraudados y angustiados fidelistas podían estimularse ante su imagen. Muestra de que en el círculo real las neuronas no son muy abundantes.