Apuntes para un ensayo de revisión histórica (II)
Por Huber Matos A. y Juan F. Benemelis
La etapa que bautizaron en Cuba como “período” especial” merece un examen riguroso. Después de tres décadas, Cuba deja de orbitar en un mundo que ha desaparecido, el socialista. Cuba, la niña mimada de los soviéticos, se ha quedado huérfana (1990).
Es en estas circunstancias cuando la validez del mito revolucionario castrista comienza a fracturarse profundamente. Lo especial de este período fue que el pueblo tuvo que hacer un aterrizaje forzoso en la realidad. Hasta ese momento habían disfrutado niveles de vida que no correspondían con el estado de la economía cubana.
Durante treinta años de tutelaje y protección, la URSS puede haber invertido en la “revolución cubana” aproximadamente 100,000 millones de dólares de aquellos tiempos. Una suma en extremo significativa para una isla con 114,000 kilómetros cuadrados, cuya población había crecido de seis millones en 1959 a un poco más de diez millones de habitantes en 1990.
Los gastos de los soviéticos en ayuda militar y el financiamiento de aventuras guerrilleras y terroristas, más las guerras africanas, hay que contabilizarlos por aparte. No debe escapar al historiador la importancia de estas dos inversiones fallidas –la civil y la militar– por parte del Kremlin. Hay que indagar en qué grado contribuyeron a la crisis final del imperio soviético.
Los cálculos del costo de la guerra en Afganistán en que incurrió la URSS se han estimado en aproximadamente 8,200 millones de dólares anuales, durante nueve años. Independiente de las destructivas repercusiones sicológicas y políticas de esta guerra en la moral de los rusos, el costo económico total de la dictadura castrista fue mayor.
Además de las importantes relaciones comerciales con sus congéneres marxistas, durante esas tres décadas el gobierno castrista mantuvo relaciones comerciales con todos los países del mundo salvo con los Estados Unidos. El comercio entre Cuba y las democracias industriales de Occidente estuvo amparado, en una u otra forma, por su relación con el socio soviético.
De 1990 en adelante la dictadura tenía el reto de demostrarle al pueblo cubano que podía sobrevivir y prosperar en el concierto del mundo libre, sin el cordón umbilical que le habían financiado en forma permanente los famosos “logros” de la revolución tan admirados en el mundo.
El desafío que tenía el régimen no sólo era mantenerse en el poder, sino sostener los niveles en educación, salud, subvenciones alimenticias, etc. Tenía que legitimarlos como autóctonos. Tareas que requería una dosis de visión y de liderazgo excepcional. El tiempo ha demostrado que no pudo ser.
Durante el “período especial”, Castro, lejos de considerar cambios a su modelo, incorporando reformas como las iniciadas por Gorbachev, trató por todos los medios de aislar a los cubanos de la influencia de los procesos de democratización que experimentaban los países ex comunistas. Desmanteló en Cuba todos los modestos esfuerzos de reforma que se habían puesto en práctica y centralizó aun más en su persona todas las instancias del poder.
Cerró los mercados campesinos y nombró a un general a cargo de la industria azucarera. Comenzó a intentar zafras salvadoras, propios de su manía faraónica. Los resultados fueron desastrosos. Al final, buscando una presunta eficiencia, desmanteló parcialmente esta industria. Así Cuba, que fue uno de los principales productores de azúcar en el mundo, tuvo que llegar a racionársela a sus habitantes y finalmente, a importarla.
Cuando se analice la reacción de Castro ante los acontecimientos que llevaron a la desaparición de la URSS, no será difícil llegar por lo menos a dos conclusiones:
Primero, Castro no entendió que las decisiones tomadas por Gorbachev y respaldadas por un sector importante de la nomenclatura soviética fueron resultado de una larga búsqueda al estancamiento relativo en que se encontraba la URSS respecto al mundo occidental. Los comunistas reformadores habían llegado a la conclusión de que el modelo marxista-leninista estaba agotado y que insistir en el proyecto original aceleraría la decadencia del bloque soviético.
Segundo, él tampoco comprendió que, de continuar aplicando en Cuba el fracasado modelo del mundo comunista, llevaría al país a las mismas circunstancias o a otras peores. Era una cuestión de tiempo, tarde o temprano el modelo fracasaría también en la isla. Gorbachev públicamente advirtió al los dirigentes del bloque socialista del alto precio de no hacer los cambios a tiempo. Castro no solamente no le hizo caso, sino que también lo rechazó.
La URSS tenía enormes recursos propios. Entre ellos era uno de los mayores productores de petróleo del mundo. Cuba, por el contrario, tenía una dependencia especial de la URSS y del mercado socialista. En el caso cubano ambas eran agravantes adicionales que no podían pasarse por alto; había que encararlas con pragmatismo.
Fidel Castro, en su obsesión por el poder, no pudo o no quiso ver que, sin una apertura que sustituyera la permanente inversión que la URSS había estado haciendo por tres décadas en la economía cubana, ésta iría deteriorándose hasta llegar a un punto en que la magnitud de recursos necesarios para enderezar la situación no estaría al alcance de Cuba.
No entendió que Cuba, cualquiera que fuese su bandera ideológica, tenía que prepararse para competir en el mercado mundial, en esos momentos en que el mercado socialista había desaparecido ante sus propios ojos.
Continuará…
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La etapa que bautizaron en Cuba como “período” especial” merece un examen riguroso. Después de tres décadas, Cuba deja de orbitar en un mundo que ha desaparecido, el socialista. Cuba, la niña mimada de los soviéticos, se ha quedado huérfana (1990).
Es en estas circunstancias cuando la validez del mito revolucionario castrista comienza a fracturarse profundamente. Lo especial de este período fue que el pueblo tuvo que hacer un aterrizaje forzoso en la realidad. Hasta ese momento habían disfrutado niveles de vida que no correspondían con el estado de la economía cubana.
Durante treinta años de tutelaje y protección, la URSS puede haber invertido en la “revolución cubana” aproximadamente 100,000 millones de dólares de aquellos tiempos. Una suma en extremo significativa para una isla con 114,000 kilómetros cuadrados, cuya población había crecido de seis millones en 1959 a un poco más de diez millones de habitantes en 1990.
Los gastos de los soviéticos en ayuda militar y el financiamiento de aventuras guerrilleras y terroristas, más las guerras africanas, hay que contabilizarlos por aparte. No debe escapar al historiador la importancia de estas dos inversiones fallidas –la civil y la militar– por parte del Kremlin. Hay que indagar en qué grado contribuyeron a la crisis final del imperio soviético.
Los cálculos del costo de la guerra en Afganistán en que incurrió la URSS se han estimado en aproximadamente 8,200 millones de dólares anuales, durante nueve años. Independiente de las destructivas repercusiones sicológicas y políticas de esta guerra en la moral de los rusos, el costo económico total de la dictadura castrista fue mayor.
Además de las importantes relaciones comerciales con sus congéneres marxistas, durante esas tres décadas el gobierno castrista mantuvo relaciones comerciales con todos los países del mundo salvo con los Estados Unidos. El comercio entre Cuba y las democracias industriales de Occidente estuvo amparado, en una u otra forma, por su relación con el socio soviético.
De 1990 en adelante la dictadura tenía el reto de demostrarle al pueblo cubano que podía sobrevivir y prosperar en el concierto del mundo libre, sin el cordón umbilical que le habían financiado en forma permanente los famosos “logros” de la revolución tan admirados en el mundo.
El desafío que tenía el régimen no sólo era mantenerse en el poder, sino sostener los niveles en educación, salud, subvenciones alimenticias, etc. Tenía que legitimarlos como autóctonos. Tareas que requería una dosis de visión y de liderazgo excepcional. El tiempo ha demostrado que no pudo ser.
Durante el “período especial”, Castro, lejos de considerar cambios a su modelo, incorporando reformas como las iniciadas por Gorbachev, trató por todos los medios de aislar a los cubanos de la influencia de los procesos de democratización que experimentaban los países ex comunistas. Desmanteló en Cuba todos los modestos esfuerzos de reforma que se habían puesto en práctica y centralizó aun más en su persona todas las instancias del poder.
Cerró los mercados campesinos y nombró a un general a cargo de la industria azucarera. Comenzó a intentar zafras salvadoras, propios de su manía faraónica. Los resultados fueron desastrosos. Al final, buscando una presunta eficiencia, desmanteló parcialmente esta industria. Así Cuba, que fue uno de los principales productores de azúcar en el mundo, tuvo que llegar a racionársela a sus habitantes y finalmente, a importarla.
Cuando se analice la reacción de Castro ante los acontecimientos que llevaron a la desaparición de la URSS, no será difícil llegar por lo menos a dos conclusiones:
Primero, Castro no entendió que las decisiones tomadas por Gorbachev y respaldadas por un sector importante de la nomenclatura soviética fueron resultado de una larga búsqueda al estancamiento relativo en que se encontraba la URSS respecto al mundo occidental. Los comunistas reformadores habían llegado a la conclusión de que el modelo marxista-leninista estaba agotado y que insistir en el proyecto original aceleraría la decadencia del bloque soviético.
Segundo, él tampoco comprendió que, de continuar aplicando en Cuba el fracasado modelo del mundo comunista, llevaría al país a las mismas circunstancias o a otras peores. Era una cuestión de tiempo, tarde o temprano el modelo fracasaría también en la isla. Gorbachev públicamente advirtió al los dirigentes del bloque socialista del alto precio de no hacer los cambios a tiempo. Castro no solamente no le hizo caso, sino que también lo rechazó.
La URSS tenía enormes recursos propios. Entre ellos era uno de los mayores productores de petróleo del mundo. Cuba, por el contrario, tenía una dependencia especial de la URSS y del mercado socialista. En el caso cubano ambas eran agravantes adicionales que no podían pasarse por alto; había que encararlas con pragmatismo.
Fidel Castro, en su obsesión por el poder, no pudo o no quiso ver que, sin una apertura que sustituyera la permanente inversión que la URSS había estado haciendo por tres décadas en la economía cubana, ésta iría deteriorándose hasta llegar a un punto en que la magnitud de recursos necesarios para enderezar la situación no estaría al alcance de Cuba.
No entendió que Cuba, cualquiera que fuese su bandera ideológica, tenía que prepararse para competir en el mercado mundial, en esos momentos en que el mercado socialista había desaparecido ante sus propios ojos.
Continuará…