Libia: La traición europea
Fernando Mires
Domingo, 13 de marzo de 2011
Nadie pide que sea la UE quien derroque al sanguinario dictador. Lo que sí hay que exigir a Europa es que apoye los objetivos de los actores principales en la lucha en contra de Gadafi
Usar el concepto de traición como parte del título de un artículo no pareciera –a primera vista- adecuado puesto que en la política no existen lealtades eternas. Tampoco pareciera ser un concepto lógico puesto que ni Gadafi ni las fuerzas insurgentes están ligados a Europa por ningún compromiso cuyo no cumplimiento implique traición. Y sin embargo afirmo -y con todas sus letras- que Europa está a punto de cometer una gran traición en Libia.
A fin de despejar dudas, cabe decir que aquí se está usando el término traición no en un sentido moral ni tampoco en uno jurídico pero sí en uno esencialmente político, en este caso, como un desconocimiento de los deberes que corresponden a Europa en la defensa de la democracia a nivel, si no mundial, por lo menos, regional.
Algunos pensarán que si vamos a hablar de traición al pueblo libio –pueblo que en este momento está siendo masacrado- la primera responsabilidad ha de corresponder a los EE UU en tanto líder del “mundo democrático”. Quienes así piensan, hay que decirlo, quedaron lamentablemente anclados en las arenas de la Guerra Fría cuando la lucha por la hegemonía, técnica, científica, militar, económica y política, era bipolar. Hoy es tetra-polar.
El mundo sigue sometido a disputa hegemónica, pero hoy no son sólo dos, son cuatro los grandes rivales; cuatro superpotencias. Una abiertamente dictatorial (China). Otra semi-democrática (Rusia) y dos democráticas (la UE y los EE UU). Ahora, en el espacio determinado por la lucha por la democracia, en todo lo que se refiere al Norte de África, el lugar de las decisiones occidentales ha de corresponder a la UE y no a los EE UU. ¿Por qué?
Por varios motivos. Europa se encuentra ligada al Norte de África por razones históricas (colonialismo) económicas (intereses petroleros, turísticos, comerciales) geográficas (cercanía) y sobre todo, demográficas (migraciones). En la lucha por la democracia internacional, la responsabilidad de la UE es enorme.
De acuerdo a la filosofía política de la administración Obama, EE UU no puede ni debe estar en todas partes. Razonamiento no sólo justo; además, obvio. El rol de policía mundial auto-adjudicado por Bush-padre, fue sólo un intento para prolongar la lógica de la Guerra Fría, esta vez en El Golfo (1991). La guerra en contra de la Yugoslavia de Milosevic (1999) fue parte de un proyecto para impedir la formación de un micro-imperio expansionista aliado a la Rusia de Boris Jelzin y, sólo en un segundo lugar, para proteger a la población albano-kosovar, es decir, también un resto de Guerra Fría. La guerra en Afganistán (2001) fue una derivación directa del 11 de Septiembre. Y la guerra en contra del Irak de Sadam Husein (2003) fue llevada a cabo para impedir la formación de un imperio regional iraquí esencialmente antinorteamericano y anti-israelí. La horrible mentira histórica de Bush-hijo (armas de destrucción masiva) no oculta el hecho objetivo de que EE UU, al derrocar a Husein, lo hizo siguiendo el dictado de sus intereses de potencia mundial, intereses que naturalmente no son los mismos de Europa. Sin embargo, Libia no es Irak.
En Irak no hubo jamás una revolución. Nadie, ni los opositores de Husein pidieron a los EE UU que actuara, y ese fue el segundo de los tres grandes errores de Bush (el primero fue su gran mentira y el tercero: Guantánamo). Hoy, en cambio, son las organizaciones revolucionarias de Libia las que están pidiendo ayuda al mundo democrático, sobre todo a Europa. Esa ayuda- es lo que quedó claro en la cumbre de Bruselas del 11.03.2011- ha sido miserablemente escamoteada.
Por lo demás, si los EE UU hubiera intervenido en Libia antes que Europa, sólo habría servido para conferir al tirano Gadafi y a otros dictadores (no sólo árabes) que lo apoyan, el rol de combatiente en contra del “imperio”, rol que urgentemente necesita para adquirir un mínimo de legitimidad en la guerra en contra de su pueblo.
De más está decir que los primeros en sumarse al coro “antimperial” habrían sido los miembros de la “izquierda progresista europea”, siempre dispuestos a apoyar a las peores dictaduras del mundo sólo porque son antinorteamericanas. De ahí que la administración Obama consideró – de acuerdo a una correcta evaluación estratégica y táctica- que en la defensa de los intereses del pueblo de Libia, Europa y no los EE UU debía actuar en primer lugar. Por lo demás Obama está abriendo a la UE una gran oportunidad histórica: que al fin la UE deje de ser sólo lo que es: Una simple organización monetaria, y se transforme de una vez por todas en una unidad política pues ése y no otro fue el sentido originario de los acuerdos fundacionales de Maastrich (1992).
Entiéndase bien. Nadie está pidiendo aquí que la UE deba invadir Libia como lo hizo EE UU en Irak. Y nadie está pidiendo que sea la UE y no el pueblo de Libia quien derroque al sanguinario dictador. Lo que sí hay que exigir a Europa es que apoye los objetivos de los actores principales en la lucha en contra de Gadafi (lo que pasa por el reconocimiento de un gobierno paralelo representado por el Consejo Nacional libio) Lo que sí hay que exigir a Europa es que evite en lo posible el bombardeo aéreo a las poblaciones civiles, como ha ocurrido y está ocurriendo intermitentemente. La prohibición de los vuelos aéreos sobre territorio libio parece una opción razonable, aunque eso implique derribar un par de aviones genocidas. Lo que sí hay que exigir a Europa es que conceda armas y asesoramiento a los rebeldes, quienes están defendiéndose casi con las manos desnudas. Lo que sí hay que exigir a Europa, por último, es la alternativa de la acción directa, si es que se trata de proteger a la población civil, sobre a todo a niños, mujeres y ancianos.
Sin embargo, ni siquiera esa mínima solidaridad ha sido otorgada por la comunidad europea.
Por supuesto, no se quiere decir que Europa esté apoyando directamente a Gadafi (aunque sí, indirectamente) Tampoco es adecuado acusar a los gobernantes europeos de que en el pasado reciente hubieran mantenido relaciones económicas con el implacable dictador. En materia de economía internacional, nadie elige a sus amigos. Y si Gadafi tenía petróleo, había que comerciar con Gadafi. Son las reglas del juego. Si mañana, es un ejemplo, los demócratas chinos se levantan en contra de su dictadura nacional, nadie podrá reprochar a los países democráticos haber mantenido relaciones económicas con China. Lo absurdo habría sido no mantenerlas. Eso pertenece al ABC de la política internacional. El problema es otro.
El problema es no apoyar, pudiendo hacerlo, a quienes se baten a muerte en contra de una dictadura. No hacerlo significa traicionar, no tanto a los revolucionarios, en este caso a los libios. Significa, antes que nada, traicionar la propia identidad, y en el caso europeo, la identidad democrática. Quien no defiende en los otros lo que también pertenece a uno, nunca podrá defenderse a sí mismo.
Se puede, por ejemplo, mantener muy buenas relaciones económicas con una nación dominada por una dictadura y al mismo tiempo denunciar los atropellos que comete esa dictadura en contra de su propio pueblo. Lo uno no quita a lo otro. Los negocios son negocios y la política es política. El problema es que ya en el pasado reciente los gobiernos de la UE nunca se solidarizaron con la oposición árabe en general, ni con la libia en particular. ¿O van a seguir tratando de convencernos de que la revolución árabe ocurrió por generación espontánea? ¿Qué los árabes no eran “culturalmente” aptos para la democracia? ¿Qué eran sólo islamistas bárbaros que sólo querían destruir a Israel y al mundo occidental hasta que a un grupo de jóvenes se les ocurrió conectarse con Facebook y Twitter e iniciar una revolución? A otros con esos cuentos, no jodan; no mientan más.
Mientras Gadafi era recibido con honores en las capitales de Europa, las cárceles libias, así como las de otros países árabes, estaban atestadas de presos políticos; las cámaras de tortura funcionaban sin parar y los ejecutados sumaban miles. La traición de Europa, no a los países árabes, no a Libia, sino a sí misma, comenzó hace mucho tiempo. Hoy sólo se ha hecho manifiesta; y de una manera grotesca, en los acuerdos de Bruselas, el 11 de marzo del 2011. Veamos:
Primer acuerdo: exigir la renuncia de Gadafi, como si Gadafi fuera un gobernante que sólo ha cometido algunos “errores”. Si el dictador no se ha desternillado de la risa ante tan cortés petición, es porque los monstruos no tienen humor.
Segundo acuerdo: actuar en conjunto con la Liga Árabe y con la Unión Africana.
Aquí el cinismo linda en lo grotesco. ¿Qué es la Liga Árabe? Hasta ahora no ha sido más que una asociación de dictaduras, controlada por militares, islamistas y jeques petroleros. Es decir, justamente aquello que las multitudes están combatiendo en las calles árabes. La Unión Africana, a su vez, nunca ha tenido una existencia política. Es un simple fantasma.
Tercer acuerdo: en caso de actuar, hacerlo sólo con el respaldo de la ONU.
Esto es hipocresía pura. Todo el mundo sabe que el respaldo de la ONU pasa por el Consejo de Seguridad donde se encuentran Rusia y China cuyos gobiernos no tienen ningún interés en apoyar los movimientos democráticos del mundo, entre otras cosas porque cualquier acuerdo antidictatorial puede volverse en contra de ellos mismos.
En suma: la resolución de Bruselas es una de las más escandalosas pruebas de la absoluta ausencia de solidaridad europea con las nacientes revoluciones árabes. Peor todavía: Europa ha dado carta libre para que el método utilizado por el carnicero de Trípolis, esto es, bombardear impunemente a la población en nombre de una guerra civil inventada, se haga extensiva a otras naciones. Puedo imaginar que algunos dictadores –y no sólo árabes- ya han tomado nota del “método Gadafi”.
La resolución de Bruselas es el testimonio fiel de una traición. Pero no sólo de una traición a los movimientos árabes sino, antes que nada –reitero- de una traición de Europa a sí misma, y esto, dicho en un doble sentido. Por una parte, una traición histórica, es decir, a los principios que las naciones europeas dicen representar. Principios que en estos momentos defienden los pueblos revolucionarios del Norte de África. Por otra parte, se trata de una traición política.
Con su mezquindad ostensiva, las naciones europeas han perdido, además, una gran oportunidad histórica: la de contraer relaciones políticas estables y duraderas con fuerzas políticas que más temprano que tarde serán gobiernos en los países del Norte de África. Porque con o sin ayuda de Europa, esas dictaduras caerán. Europa ha perdido, en fin, la oportunidad para crear las bases de un nuevo comienzo en las relaciones euro-árabes: un nuevo comienzo basado en la mutua cooperación, no sólo comercial, sino además, política. Un nuevo comienzo que habría podido relegar al pasado su tortuoso pasado colonialista y su complicidad con las más detestables dictaduras militares de la región. Un nuevo comienzo que, en fin, hubiera permitido crear un frente sólido en la lucha común en contra del terrorismo, islámico o no. Todo ese enorme capital político ha sido desperdiciado por la cobardía internacional europea, y lo peor, en nombre de mezquinos intereses comerciales y electorales inmediatistas.
Pero seamos algo más justos: tanto el gobierno francés como el inglés se pronunciaron por una solidaridad más activa con la revolución de Libia. Si no tuvieron éxito en sus iniciativas fue porque a esa unidad faltó un tercero. Sí: Alemania. Con eso se quiere decir que si se hubiese constituido un “tridente político” formado por Londres, París y Berlín, el resto de los países de Europa no habría tenido otra alternativa que plegarse a esa nueva hegemonía intercontinental. El hecho de que ese “tridente” no se hubiera constituido es un déficit que hay que adjudicar antes que nada en la cuenta de Alemania. En fin, quiero decir lo que los gobiernos británico y francés no pueden decir por razones obvias: que la traición europea es en gran parte una traición alemana.
No obstante, no se trata sólo de una traición del gobierno de Angela Merkel pues ese gobierno no actuó sólo en su nombre sino en el de un consenso político cuyo principal lema es mantener el mínimo de presencia en materias de política internacional. En efecto, ninguno de los partidos de la escena política alemana ha dado muestras -aparte de declaraciones inútiles- de una mínima solidaridad con el destino de los pueblos árabes.
Por cierto, esa solidaridad no podemos esperarla de la “La Izquierda”, organización que en el pasado reciente consideró a Gadafi y a otros dictadores de la región como compañeros de ruta. Tampoco podemos esperarla de la Socialdemocracia, cuyos gobiernos han trabajado mano a mano con esas dictaduras las que, además, tenían representación oficial en la propia Internacional Socialista. Los liberales alemanes (FDP) son, a su vez, liberales económicos y no políticos y las relaciones internacionales sólo les interesan si se traducen en excedentes monetarios. Los conservadores social cristianos, ya no son ni sociales ni cristianos, y su único objetivo es ganar elecciones a cualquier precio. Su secreto es no contradecir la opinión pública la que sólo quiere consumir y hacer vacaciones, sin tener que preocuparse de costosas intervenciones en países “extranjeros”. Y por último, los Verdes ¿Dónde están esos Verdes que ayer se plantearon en contra de todas las tiranías del mundo, fueran de “izquierda” o de “derecha”? Lamentable es decirlo, pero es verdad: los Verdes se han convertido en la oficina ecológica de la Socialdemocracia, triste papel que intenta ser disfrazado por sus envejecidos parlamentarios con discursos emocionales sobre temas absolutamente irrelevantes. En fin, la política alemana está enferma, enferma de burocratismo, electoralismo y economicismo, tres plagas que no sólo sufre en sí, sino que, además, exporta hacia el resto de Europa. Y, lo peor: con eficiencia.
Por cierto, la ayuda externa no hace caer dictaduras pero puede apresurar el plazo de sus caídas y con ello ahorrar muchas muertes y sangre derramada. Así al menos lo ha demostrado la historia moderna. La revolución de independencia norteamericana contó con la ayuda de la monarquía francesa en contra de Inglaterra. A la inversa, la Revolución Francesa contó con el apoyo norteamericano. Las revoluciones de independencia latinoamericanas contaron con el apoyo norteamericano y con el francés. La revolución rusa de Octubre contó con la ayuda financiera de Alemania, nación que a cambio recibió un tratado de paz desventajoso para Rusia (Brest Litovsk, 1918) firmado por el mismo Lenin. Incluso, en América Latina, la revolución cubana contó en sus orígenes con un fuerte apoyo norteamericano. Ni hablar de la revolución sandinista, pues fue Carter quien dejó caer a Somoza. Y así sucesivamente.
Los revolucionarios árabes, en cambio, están solos. Pero vencerán: no cabe duda. Esas dictaduras son insostenibles. Sin embargo, el precio de sus victorias será mucho más alto que si hubieran contado con una mínima solidaridad europea. Probablemente los EE UU, frente a la apatía europea, y ante el escándalo de los “pacifistas” occidentales, se verán obligados a intervenir. Quizás Europa, bajo intensa presión internacional, intervendrá alguna vez, pero como siempre, lo hará tarde, muy tarde. Y quien llega tarde –lo dijo una vez Gorbachov- será castigado por la historia.
Europa -es su costumbre- siempre llega tarde. Y, al final, siempre es castigada.
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