La Cuba de Raúl (Editorial de La Nacion Costa Rica)
La Cuba de Fidel Castro devino décadas atrás en una tierra de arcanos. Como sucedía en la extinta URSS, los designios de la cúpula gobernante habría que descifrarlos mediante la interpretación de algunos signos externos, súbitamente transformados en clave de hechos trascendentales. El orden en que los supremos del régimen caminan, se sientan o se congregan en los actos públicos, sobre todo en funerales, origina una amplia gama de especulaciones sobre la suerte de tal o cual personaje, e inclusive de los virajes de la política exterior. Adivinar se convirtió en una pseudociencia: kremlinología, que en el presente caso llamaríamos castrología. Desde luego, este fenómeno obedece a que el secretismo ha constituido un elemento fundamental de los sistemas políticos totalitarios, Cuba incluida.
Con ese trasfondo, y precedido de una intensa ola de especulaciones, el Sexto Congreso del Partido Comunista de Cuba se inauguró en La Habana el 16 de abril último. Por ser el partido el epicentro de la autoridad máxima (al menos en teoría), algunos medios internacionales, haciéndose eco de rumores sibilinos de oficiales anónimos de la isla, anunciaron que el cónclave de la nomenclatura habanera tenía el propósito de acordar cambios dramáticos, entre ellos, la elevación de líderes jóvenes a las cumbres del poder y la adopción de libertades económicas y políticas inéditas. Nada menos que la defunción del totalitarismo y el inicio de una era libertaria serían el balance inédito y hasta prodigioso del Sexto Congreso.
Lamentablemente, quienes creyeron esas portentosas profecías se llevaron un amargo chasco. Al fin de cuentas, no ha sido la primera ni la última vez que los dirigentes comunistas nos decepcionan. La mentira, el doble sentido y las poses circenses son parte del manual del castrismo, del totalitarismo en guayabera que hace mofa de los valores compartidos –a pesar del comunismo– por el martirizado pueblo cubano.
Un análisis visual de ciertas escenas del Congreso, transmitidas al exterior, permitió medir en algo lo ocurrido en la magna cita. La ya decaída figura del líder máximo y dueño del régimen, Fidel Castro, proyectó la imagen cierta del estrato mandante. La aparición en el podio del delfín y ya sucesor formal de Fidel, Raúl Castro, a sus 80 años de edad, difícilmente podía entusiasmar el ambiente. El anuncio de una renovación de los cuadros dirigentes para brindar oportunidades a la vibrante juventud castrista, causó posiblemente hilaridad –inexpresiva, desde luego– entre los asistentes, cuando los escogidos para los más altos cargos del Partido y el Gobierno salieron a la superficie: José Machado Ventura, el dócil aliado de Raúl, con 80 años, y Ramiro Valdés, otro incondicional de los hermanos Castro que ya lleva sobre sus espaldas 79 años de vida. ¡Juventud, divino tesoro!
Conexo al tema de la juventud, una novedosa norma para establecer un término de cinco años en el desempeño de los cargos, prorrogable por una sola vez, obligó al cálculo de diez años adicionales para Raúl, José y Ramiro, que acaban de estrenar nuevos títulos. Sin duda el plazo es holgado para los tres octogenarios. Oportunamente se conocerá el elenco más amplio impuesto a dedo por la jerarquía del régimen, pero desde ya apostamos a que predominarán las edades avanzadas, pues la incondicionalidad apreciada por los jefes se consigue solo con los años. Debido a este rasgo intrínseco, los mandos medios y altos configuran una gerontocracia que prefiere la ancianidad y margina a la juventud. El ucase en favor de los jóvenes se quedó de esta forma en el papel, sin posibilidades reales de renovar la jefatura del Partido.
En cuanto a los milagros económicos prometidos, de nuevo Raúl habló del despido de 500.000 empleados estatales al cual se ha referido en ocasiones previas. Raúl aduce que sin ese recorte no podría balancear las cifras presupuestarias. Para tal fin, en esta oportunidad aumentó en forma simbólica y poco significativa el número de posibles empleos independientes. Nos preguntamos cuántos barberos, saloneros en los paladares y ocupaciones similares se necesitan en una economía imposibilitada de crecer debido a la camisa de fuerza estatista del sistema imperante. Con el 80% de la fuerza de trabajo prendida a la ubre del Estado, el medio millón de cesados se muestra minúsculo, un grandilocuente despido y un gesto vacuo, sin duda dirigido a la exportación, es decir, para los ojos y oídos de líderes occidentales vulnerables a esos trucos. Con todo, muy pocos podrían imaginar que Raúl es un Deng Xiaoping redivivo.
Sin embargo, todos estos desmanes podrían quizás eclipsarse si en la Cuba de Raúl se empezara a respetar realmente los derechos humanos. Pero nada de esto se perfila en el orden raulista. Todo lo contrario, las libertades fundamentales siguen siendo un sueño de opio, y el ser humano continúa encadenado a la praxis de servir de mercancía para atraer apoyos financieros y políticos del odiado orden capitalista. La medida de expulsar presos políticos a Europa, de hecho un destierro, resultó ser el precio pagado para aflojar la ansiada renovación del apoyo económico europeo, una treta que dichosamente no fructificó. Así lo intentó –sin éxito– Moratinos, el miope canciller español empeñado en reabrir el portón de la comunidad europea al régimen castrista. De rebote, este mecanismo quizás podía persuadir a algunos congresistas del imperio yanqui para permitir exportaciones de alimentos gringos a la Isla mediante créditos que La Habana jamás consideraría honrar. Vana ilusión.
Este sombrío panorama nos lleva a concluir que Raúl permanece comprometido a preservar a toda costa el sistema imperante, con todas sus lacras, frenos represivos y agobiantes barreras a la creatividad individual. Bien señaló un agudo observador europeo que las reformas anunciadas constituían un engaño y una manera de mantener en cámara de oxígeno al orden existente.
A eso, un retoque de maquillaje, se reduce el flamante ejercicio publicitario del Sexto Congreso. La nueva Cuba de Raúl continúa siendo la misma Cuba de Fidel.
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