miércoles, 5 de agosto de 2009

El partido de los moralistas


Por el Politologo Dr. Fernando Mires, Catedratico de Ciencia Politica en la Universidad de Oldenburg, Alemania


Tercera de cinco partes

Ni Micheletti es Pinochet ni Zelaya es Allende. Vale la pena hacer esta diferencia tan elemental. Si comparamos a Micheletti con Pinochet (como hizo el politólogo de derecha) hacemos un favor a la figura de Pinochet. Y si comparamos a Zelaya con Allende (como hizo Fidel Castro) insultamos la memoria de Allende. La diferencia, además, hay que hacerla si se toma en cuenta el hecho de que frente al golpe de gobierno de Honduras ha surgido con fuerza una posición que en aras de la proclamación de principios morales termina por negar toda diferencia entre éste y otros golpes; problema grave, pues sin diferencias no hay política. Bajo la premisa, "un golpe es un golpe y nada más", la posición moralista no acepta reconocer las particularidades ni mucho menos las condiciones históricas que dieron origen al golpe de Honduras.


Pocas veces, en verdad, un golpe de gobierno o Estado ha sido criticado con tanta unanimidad como ha ocurrido con el hondureño. Las razones son evidentes, pero también ambivalentes.


Por cierto, hay que saludar el hecho de que en América Latina, continente testigo de tantos y tantos golpes de Estado, cada uno más sanguinario que el otro, haya por fin aparecido una suerte de sensibilidad refractaria a continuar esa más que terrible historia. De acuerdo a esa "nueva sensibilidad" algunos gobernantes han querido sentar un hecho precedente que se expresa en el lema "nunca más volverá a ocurrir lo que ocurrió". Bajo ese lema se quiere significar, a su vez, que América Latina ha entrado, por fin, a la órbita de las naciones democráticamente organizadas. En ese sentido, el anti-estético golpe de Honduras sería una mancha que ensucia la nueva hoja de vida del continente. Ese fue, por cierto, el principal error de los golpistas de Honduras: no haber captado el nuevo espíritu del tiempo lo que, desde el punto de vista político, es un error inaceptable.


El golpe de Honduras fue condenado y sentenciado el mismo día que ocurrió. La reacción fue espontánea y trascendió más allá del continente. La mayoría de las naciones de la tierra, aún aquellas cuyos gobiernos no son precisamente un ejemplo de democracia - sobre todo aquellas, diría yo- se apresuraron a emitir su posición de radical rechazo al golpe. Gracias a Honduras -una nación que sólo figuraba en los periódicos por sus altos índices de pobreza- el mundo pareció vivir, aunque sólo fuera por un momento, una verdadera fiesta de democracia. No sé si Corea del Norte condenó a Micheletti, pero si lo hizo Cuba, puedo imaginarlo. La paradoja del caso es que de todos los golpes de Estado habidos en el continente (y ha habido tantos) el de Micheletti parece ser, hasta ahora, el menos cruento de todos.


La condena universal que se extiende sobre el nuevo gobierno de Honduras fue, repito, un signo de una nueva sensibilidad surgida en América Latina, y cualquier demócrata debe alegrarse de que así sea. No obstante, habiendo ya pasado muchos días después del hecho, ha llegado quizás la hora de entender los antecedentes que llevaron al golpe, lo que no quiere decir justificarlo. Esa tarea es muy importante si se trata de encontrar los dispositivos que puedan llevar a esa nación a encontrar el rumbo que extravió, no sólo en los días del golpe, sino mucho antes de su ejecución: durante el gobierno de Zelaya. Y eso no se puede lograr con simples declaraciones de principios.


"Hay que estar en contra de todo golpe, venga de donde venga" es el lema de los moralistas de nuestro tiempo. No obstante, una declaración de principios no puede jamás sustituir a una política inteligente. Los principios, que duda cabe, son algo muy importante, tanto en la vida política como en la privada. Pero los principios han sido hechos, como la palabra lo dice, para principiar, o sea para comenzar a pensar o actuar. Los moralistas de la política, en cambio, comienzan con los principios y terminan con los principios. Y con eso convierten, quieran o no, cualquiera salida política en una imposibilidad porque, entre otras cosas, las soluciones políticas no ocurren de acuerdo a principios sino de acuerdo a compromisos, lo que es algo muy distinto.


Los partidarios del moralismo político entre los que se cuentan algunos gobernantes son por lo general personas a las cuales el destino de una nación les interesa muy poco. Lo que más interesa a ellos es quedar bien ante la historia dejando testimonio de su virginidad política. Eso significa no arriesgar ninguna opinión peligrosa, nada que los pueda perjudicar o ensuciar; protegerse al máximo de todo lo que tenga que ver con la realidad, de modo que cuando llegue el momento de rendir alguna cuenta, puedan decir: yo ya declaré mis principios. Como escribí en un artículo anterior, los gobiernos de América Latina se dividen en dos grupos: los del ALBA (y sus simpatizantes) y los que "no se meten en política". Estos últimos se contentan con hacer glamorosas declaraciones de principios.


Los moralistas, al ser principialistas, sólo conocen el comienzo de cada cosa. Lo demás -en su irremediable narcisismo- no les interesa. Así, y del mismo modo como el partido de los golpistas niega la democracia en aras del cumplimiento de una política, los moralistas niegan la política en nombre de la democracia. Pero la democracia que ellos conocen no es la "democracia vibrante" de las que nos habla Hillary Clinton, sino una democracia estática, sin política, ajustada a principios morales que nunca se han cumplido y nunca se cumplirán. En fin, los moralistas le tienen pánico a la política. Está bien; cada uno tiene sus miedos. El problema es que ellos intentarán siempre convencernos que sus miedos son la mejor razón política del mundo. Y eso es, políticamente hablando: inaceptable.


Mientras para la derecha golpista que hace de las diferencias el principio y el fin de toda política, para los moralistas no existen las diferencias. Ellos se limitan a condenar un hecho histórico de un modo casi notarial. Así, Pinochet y Micheletti deben ser medidos con la misma vara porque al fin, ambos son golpistas, y el anti-golpista condena a los golpes por principio, del mismo modo que para el creyente religioso no hay diferencia entre quien ha robado un millón de dólares y quien ha robado un par de centavos. Ambos han pecado; lo que importa es el hecho; no la cantidad. En otros términos: aquello que hacen los moralistas es llevar la lógica de la razón religiosa al espacio político; y eso es lo que nunca se debe hacer con la política sin pagar el precio de negarla en su razón más esencial: la deliberativa

La democracia no es una práctica religiosa ni mucho menos el altar de la moral absoluta. La democracia es antes que nada una forma de hacer política a través de medios, valga la tautología, democráticos. Sin moral no hay política; mas, reducir la política al simple cumplimiento de dictados morales es profundamente inmoral. Para poner ejemplos: si sólo dominaran las razones morales, nunca habría podido ser posible la democracia en Chile. Los demócratas chilenos pactaron con el Ejército y eso no los convirtió en pinochetistas. Del mismo modo, los obreros de Solidarnosc, con Walessa a la cabeza, pactaron con el dictador comunista, el general Jaruselski, y eso no convirtió a Solidarnosc ni en comunista ni mucho menos en golpista. Mas, si alguien afirma que es necesario encontrar una salida en Honduras a través y no sólo en contra de Micheletti, los moralistas rasgan sus vestiduras y reaccionan indignados.


Tampoco interesa a los moralistas de nuestro tiempo que una democracia pueda ser liquidada sin pasar por el hecho espectacular del golpe de Estado. Esos son "hechos internos"- fue la conclusión "genial" del Secretario General de la OEA- como si los golpes fuesen hechos "externos" (¡!).


De acuerdo a la lógica del Secretario General de la OEA, Hitler nunca habría podido ser condenado políticamente pues cumplió con todas las normas que exige la democracia representativa. En una escala más baja, Fujimori y Chávez también lo han hecho. Nunca Fujimori dio un golpe de Estado, pero hoy casi nadie se atreve a negar que Fujimori fue un dictador. Chávez fracasó en un golpe de Estado, se convirtió después en candidato, ganó las elecciones, y desde ese momento no ha hecho otra cosa que propinar golpes desde el Estado a una amedrentada nación en donde él hace lo que le da la real gana, apoyado en un ejército que sólo él controla, desconociendo elecciones, encarcelando a sus adversarios, subordinando todos los poderes públicos a su simple voluntad y hoy, amordazando a la prensa de un modo que habrían envidiado los dictadores más golpistas de la historia latinoamericana.


Por lo demás, los moralistas, por lo menos los que yo conozco, no son tan morales como quieren aparecer. Jamás les he escuchado alzar la voz para condenar los crímenes de un Fidel Castro frente a quien, si hubiera que hablar sólo en términos morales, Micheletti es un ángel celestial. Razón de más para pensar que hay una diferencia muy grande entre moralismo y moral. La diferencia fina la hizo Kant en su libro "Paz Perpetua", agregando que si la política fuese sólo moralista, viviríamos siempre en un estado de guerra.

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