miércoles, 5 de agosto de 2009

El Partido Golpista


Por el Politologo Dr. Fernando Mires, Catedratico de Ciencia Politica en la Universidad de Oldenburg, Alemania


Segunda de cinco partes


Si es verdad que en América Latina hay una (mini) Guerra Fría reinventada como postula Jorge Edwards, hay que tomar en cuenta que como también ocurre en el amor, para que funcione una guerra, fría o caliente, se necesitan por lo menos dos.

Los actores principales de esa farsa que es la nueva guerra fría latinoamericana son como hemos dicho, Castro y Chávez. Uno es el ideólogo, el otro el ejecutor. Castro, programado por su propia historia no puede pensar de otro modo que no sea en términos bi-polares. Chávez, a su vez, está poseído por la ideología de su mentor hasta el punto que aparece como ejecutor del proyecto que dejó pendiente el primero: el de la revolución socialista continental. Antes de que se muera el padre, ha recibido ya un testamento. Ahora bien, las obsesiones del primero como las alucinaciones del segundo, han terminado por reactivar el polo contrario: el de la derecha golpista, aquella misma que hizo en el pasado del anticomunismo no una postura política sino que, casi, una religión.
El golpe de gobierno de Honduras ha tenido la rara virtud de dinamizar ambos polos mostrando claramente que tanto el uno como el otro pertenecen a una sola unidad: la de la barbarie latinoamericana, entendida ésta no como ausencia de civilización sino como ausencia de democracia. Eso es lo que los dialécticos llaman: unidad de los contrarios.

A Hannah Arendt corresponde el mérito de haber analizado al estalinismo y al fascismo como dos partes contrarias de una sola unidad. Esa unidad era, para ella, el totalitarismo. Tanto el uno y el otro fueron vistas por la filósofa política como "revoluciones reaccionarias" frente a la ilustración, la democracia liberal y el ejercicio libre de las ideas, en fin, como una "contra-revolución" frente al avance de la modernidad política.

En la Guerra Fría "reinventada" que asola a Latinoamérica, otra pareja siniestra ha tomado también formas polares, y si recurrimos a usos tipológicos, tendríamos que convenir que en su expresión más pura esos polos unitarios no son el estalinismo y el fascismo como ocurrió en la vieja Europa, sino sus versiones criollas: el pinochetismo y el castrismo.

Así como historiadores actuales han encontrado que entre Stalin y Hitler hay muchas similitudes de carácter, Chávez pareciera reencarnar, en la repetición farsesca de la historia trágica que estamos presenciando, la síntesis perfecta entre Pinochet y Castro: un verdadero clon histórico. Con Pinochet (así como con otros dictadores latinoamericanos de menor cuantía) comparte un instinto de poder y una astucia sin límites; casi animal. El lenguaje cuartelero, chabacano, procaz y hampón es, en ambos personajes, el mismo. De Castro, a su vez, ha recibido las obsesiones, el gigantismo, la omnipotencia, en fin, la locura ideológica. Y de los dos, le viene un acendrado militarismo, aquel mismo que mediante una inversión del postulado de Clausewitz considera que la política no es más que la continuación de la guerra por otros medios.

Ya llegará el día en que los historiadores latinoamericanos habrán de convenir en que esos dos fenómenos -los pinochetismos y los castrismos- no pueden ser estudiados de manera independiente el uno con respecto al otro. En cierta medida, el pinochetismo -en la no tan divina comedia latinoamericana- fue la reacción más virulenta en contra del castrismo que penetraba a la izquierda chilena. A su vez, el castrismo ha encontrado en la existencia real o potencial del pinochetismo, una justificación histórica, del mismo modo como en Europa el pretexto del anti-fascismo sirvió a los comunistas para cometer los peores crímenes que uno pueda imaginar. Castrismo y pinochetismo son, efectivamente, las dos cabezas latinoamericanas de la legendaria hidra de Lerna. Una cabeza muerde a la otra, pero no pueden devorarse porque al fin y al cabo pertenecen ambas al mismo cuerpo: al de la barbarie como sistema. Así como Peter Schloterdijk escribió en su libro "Zorn und Zeit" (la Ira y el Tiempo) que el fascismo era "socialismo sin proletariado", podría deducirse, en el mismo sentido, que el castrismo es "pinochetismo sin empresariado".

Ahora bien, ¿cómo se ha manifestado frente a Honduras la versión golpista de la derecha latinoamericana? Quien haya venido siguiendo con cierta atención los acontecimientos que siguieron al golpe, puede darse cuenta que esa derecha ha reaccionado, sobre todo en Venezuela, de la misma forma como ha reaccionado siempre frente a todo golpe de derecha. Y, por cierto, de tres modos: a) negando el hecho del golpe mediante utilización de trucos semánticos. b) confundiendo legalidad con legitimidad c) justificando los medios por los fines o lo que es igual: legitimando al golpismo como medio de acción política.

De acuerdo a la primera reacción, algunos publicistas de derecha hicieron suya la primera versión del gobierno de Micheletti relativa a que el golpe no fue un golpe sino una simple destitución constitucional. Que fue una destitución no lo niega nadie, pero que esa destitución tomó la forma de un golpe, es también innegable. No puedo en este punto sino recordar los primeros días después del golpe en Chile cuando los voceros de la Junta prohibieron que se hablara de un golpe debiendo decirse en su lugar: "pronunciamiento". La verdad de las cosas es que jamás ningún golpista ha dicho que ha llevado a cabo un golpe. Pero si sacar a un presidente de su cama -por muy auto-golpista que sea, y Zelaya lo era- y arrojarlo como un bulto en cualquier avión no es un golpe, quiere decir que ni en Honduras ni en ninguna otra parte ha habido un golpe; ni de gobierno ni de Estado.

Otro truco semántico de la derecha golpista ha sido presentar al golpe como resultado del derecho a la rebelión de los pueblos. Quienes así han hablado o escrito han confundido intencionalmente el hecho del golpe con sus consecuencias. El golpe, y hay que decirlo con todas sus letras, no fue producto de ninguna rebelión popular sino de una conspiración palaciega. Cierto es que Zelaya había bajado notablemente su popularidad, pero eso no había llevado todavía a ninguna insurrección popular. Ahora, que parte del pueblo hondureño, frente a las injerencias, insultos y amenazas del chavismo y sus albistas, haya reaccionado masivamente por medio de pacíficas demostraciones, tampoco puede negarse. Pero esa fue una reacción post-golpe. Hay en Honduras, por lo tanto, dos movimientos populares: el del clientelismo de Estado que construyó Zelaya y el civil democrático que surgió después del golpe en contra del regreso del "chavismo melista" a la nación. El pueblo está desunido y, por eso mismo, no puede ser vencido.

El segundo recurso de la derecha golpista, tanto hondureña como latinoamericana, ha sido la casi inevitable confusión entre legalidad e ilegitimidad. Las diferencias son bien conocidas: si bien no todo lo legítimo es legal, no todo lo legal es legítimo. En cualquier caso, una acción política, un golpe también, siempre será legítima para sus partidarios e ilegítima para sus contrarios. Pero un golpe no es legal, porque créanme, hasta ahora no conozco ninguna Constitución del mundo que consagre el golpe de Estado como medio de recambio gubernamental. Por supuesto, puede alegarse que el ejército actuó de acuerdo a una orden judicial. Mas, la destitución si es un acto judicial, debe llevarse a cabo en una corte judicial. Y si es político, debe ser llevado en el Parlamento. Zelaya tenía un mínimo derecho a defenderse jurídica o políticamente. Ese derecho le fue negado. Que le hubiera sido negado por razones de conveniencia práctica, ese es otro tema, y ese tema no puede ser tratado judicialmente.

Más político habría sido que Micheletti hubiera dicho: "Hemos quebrado la legalidad vigente, y estamos dispuestos a afrontar las consecuencias frente al mundo. Pero lo hemos hecho porque en un determinado momento lo que hicimos era la única posibilidad de evitar un mal peor: una dictadura". No con esas palabras, pero diciendo lo mismo, habló el Cardenal Oscar Rodriguez, la voz más respetada de la nación. Más sincero aún que el Cardenal fue el Coronel Herberth Bayardo Inostroza: "Cometimos un delito al sacar a Zelaya. Pero había que hacerlo". Mas, Micheletti es un político y los políticos no están comprometidos con la verdad. Mucho menos lo está la ultraderecha continental, cómplice de tantas violaciones a la ley, a la moral e, incluso, a la razón.

Más honestas- y este es el tercer punto- han sido aquellas justificaciones golpistas que no recurren a ningún tapujo moral ni leguleyo. Hay algunos comentadores que incluso han argumentado que frente al peligro comunista representado en este caso por Chávez y el ALBA, todos los medios de lucha son válidos. Así, para ellos, no es necesario usar ninguna artimaña legalista. Para ellos se trata de una lucha de vida o muerte, lucha que debe ser llevada hasta sus máximos extremos.

Fue en las mismas páginas de la revista Analítica donde leí que un politólogo de la derecha golpista escribía dando gracias a Chávez por haber puesto claridad en los términos de la lucha. La razón era que Chávez, por su ningún respeto a las formas y a las normas, ha despojado al enfrentamiento político de todas las hipocresías que acompañan a una práctica política normal. En cierto modo, según la posición del articulista, Chávez ha simplificado las cosas. O se está en contra o a favor del chavismo; no hay términos medios. Y si pensamos que el "melismo" no es más que una exportación chavista en tierra hondureña, la postura del autor mencionado no carece de cierta lógica. En un sentido que algo tiene que ver con la teoría política de Carl Schmitt, Chávez, sin haber leído a Schmitt, ha llevado a la política a una situación radicalmente antagónica, a una donde no hay más adversarios sino sólo enemigos, a aquel lugar donde tú sólo puedes vencer o ser derrotado.

Hay efectivamente momentos en los cuales los espacios que separan a la política de la guerra son mínimos y en donde no nos queda más alternativa que ganar o perder. Y que Chávez encamina a Venezuela hacia ese momento, ya no me caben dudas. Chávez, frente a sus enemigos se ha despojado, efectivamente, de toda hipocresía. El mismo dice en sus discursos que su objetivo es "pulverizar a la oposición"; y yo creo que lo dice en serio. El problema es que esa hipocresía a la que renuncia Chávez tiene en el lenguaje político otro nombre: ese nombre es, democracia.

O digámoslo así: sin un mínimo de hipocresía ni la democracia ni la vida social funcionan. Porque la democracia no es la política "en sí" sino sólo una forma - en occidente, la preferida- de la política. La democracia es y será siempre formal. Chávez no cuida las formas y Micheletti tampoco las respetó cuando expulsó a Zelaya del gobierno debido a que el presidente tampoco respetaba las formas. Los tres, cada uno de un modo distinto, han reducido a la política a una "cosa" informal.

Puede haber, por cierto, política sin democracia, pero democracia sin política no puede haber. La democracia es una forma de limitación de la política basada en la común aceptación de determinas reglas que no sólo protegen a la política de sus enemigos -principalmente militares- sino que, además, protegen a la política de un exceso de política. Un mundo donde todo es política o donde la política es todo, es definitivamente un mundo anti-político. Cuando la política cubre todo el espacio público, cuando las leyes ya no tienen más valor, cuando las formas mínimas de convivencia ya no se respetan, la política termina por destruirse a sí misma. Ha llegado entonces la noche del terror. En fin, la política puede destruir a la política cuando la política no tiene formas que la protejan de nosotros, o lo que es igual: de nuestra inmensa capacidad de odio y destrucción.

¿Qué puede extrañar entonces que en contra de la amenaza del totalitarismo castrista que representa Chávez en su país los golpistas de derecha, al justificar el golpe de gobierno en Honduras, terminen alabando a Pinochet por haber salvado a Chile del comunismo? El autor a quien ya me referí, escribió por ejemplo, lo siguiente: "Vargas Llosa afirmó recientemente en un artículo "la interrupción de la democracia por una acción militar no es justificable en ningún caso" ¿Cómo juzgar entonces el caso chileno de 1973? ¿Se salvó o no Chile del comunismo en esa oportunidad? ¿Es que acaso podía esperarse otra cosa del Chile de Allende? ¿Era preferible aceptar que Allende prosiguiese su pesadilla hasta que no fuese posible dar marcha atrás?"

En otras palabras, dicho autor, al aceptar "la lógica de la hidra" capitula definitivamente frente a Chávez. Como en el caso de la gran novela de Orwell, termina identificándose con el agresor, aún antes de luchar contra él. El proceso de deshumanización de la política alcanza así su momento culminante, aquel que llevará en un determinado momento a decir: "el enemigo soy yo".

Porque convengamos: Pinochet no sólo fue quien "salvó" a su patria del comunismo, del mismo modo que tampoco Castro es sólo quien "salvó" a su patria del capitalismo. Pinochet y Castro significan mucho más que esas supuestas "salvaciones".

Pinochet representa largos años de torturas, de miembros humanos destrozados meticulosamente, de cuerpos arrojados al mar desde helicópteros, de cadáveres que flotan en los ríos, de seres que desaparecieron para siempre sin que nadie sepa todavía donde yacen sus cuerpos, de mujeres violadas por la sádica soldadesca, en fin, el terror asesino del odio militar a todo lo que parezca civilidad, democracia, cultura o política.

Castro a su vez, significa paredón, fusilamientos en masas, incluso de quienes fueron sus propios aliados, mazmorras nauseabundas donde todavía se arrastran quienes fueron alguna vez disidentes y contestatarios. Significa cientos de náufragos ahogándose sin que nadie les tienda una mano. Y por si fuera poco, significa miseria social, embrutecimiento ideológico, pauperismo, hambre. Por último, significa entrega total de una nación el imperialismo más cruel de la historia universal: el soviético.

Los dos jerarcas, por cierto, ostentan trofeos de combate. Uno eliminó la inflación, diversificó las exportaciones y pacificó las calles. El otro disminuyó el analfabetismo, creó un sistema de salud pública aceptable, y mantuvo abierto el Tropicana para los turistas europeos. Pero ¿qué es eso comparado con tanta maldad, con tanto fanatismo, con tanto crimen cometido?

En cualquier caso, convengamos: ni Micheletti es Pinochet ni Zelaya es Allende. Si dejamos claro este punto tan obvio, podemos entonces seguir conversando.

0 comentarios:

Publicar un comentario

Seguidores

Mensajes

ok

Follow me on Twitter

Archivo del Blog

Snap Shts

Get Free Shots from Snap.com